Hoy Tierra Canalla ha visitado La Tienda de las Ollas de Hierro, el establecimiento más antiguo de la ciudad de Valencia
Jesús Almenara Márquez, Chuso, recuerda a Jack Sparrow. Estrecho su mano y me da dos besos; se ha hecho un sentimental con los años. Me invita a entrar y me presenta a José, Ángel y Jorge, el que menos lleva trabajando en las Ollas dieciséis años. “Nunca hemos despedido a nadie—me dice el propietario más tarde mientras tomamos una cerveza en la plaza Redonda — hemos tenido mucha suerte con las personas contratadas”.
Chuso encarna la posmodernidad, me dice que es un rockero que vende santos y es cierto, conduce una Harley Davidson del 96, lleva tatuajes y toca la batería en dos grupos de música, La gran esperanza blanca y The Rampers.
Vamos recorriendo las dependencias al tiempo que me cuenta la dilatada historia de su tienda. La fundó en 1793 un Marsellés huido de la Revolución francesa que vino a parar a Valencia con un cargamento de ollas de hierro que almacenó en la primera planta del inmueble, de ahí el nombre de Tienda de las Ollas de Hierro aunque en realidad siempre se dedicó el establecimiento a otros artículos, en sus mejores momentos llegó a ser una suerte de grandes almacenes, un Corte Inglés de la época. Todavía se oye el dicho entre las señoras mayores: “Lo que no encuentres en las Ollas no lo encuentras en ningún sitio”.
Desde entonces la propiedad ha pasado de mano en mano, principalmente de tíos a sobrinos, aunque no ha sido regentada siempre por la misma familia, la última data de 1954, cuando Virgilio y Mariano Pérez Martínez, dos hermanos y tíos abuelos del actual propietario la adquirieron.
La tienda merece ser visitada, es un regalo para la vista, ha mantenido intacto el mobiliario original y además del género expone una hornacina de san Vicente Ferrer del siglo XVIII. La madera se ha apropiado del lugar y reviste cada centímetro. Robustos mostradores y estanterías repletas de cajones la hacen única. Arriba un estrecho altillo perimetral al que se accede desde la trastienda por una escalera de caracol permite alcanzar un sinfín de cajas que contienen reliquias, antaño de uso corriente, hoy más propias de coleccionista.
“El turista entra mucho, hace fotos y se lleva algún recuerdo, imágenes pequeñas, estampas, rosarios…”, me dice Chuso. Pero no es un comercio dedicado al turismo, todo lo contrario, apenas tienen unos cuantos productos destinados a ese sector.
“Un día a la hora del cierre vino un japonés y se quedó fascinado por el lugar, nos pidió permiso para hacer fotos y al darle cancha el buen hombre sacó un trípode y nos tuvo una hora esperando hasta que se marchó satisfecho con los carretes llenos”.
No es una tienda de antigüedades tampoco, está dedicada a los complementos de valenciana, los belenes y la imaginería religiosa, artículos de consumo corriente aunque los dos últimos hayan caído en desuso por el cambio cultural que vivimos.
Los comercios de este tipo son esclavos de mantener su imagen, la estética tradicional se ha convertido en valor y trampa al mismo tiempo.
Este es un fenómeno curioso que no ocurría antes. Los negocios siempre han vendido aquello vendible, lo último, la novedad, se preciaban de ello. La propia tienda de las Ollas ha ido generación tras generación actualizándose y ofreciendo a los consumidores lo más demandado y de hecho lo sigue haciendo en su género, también la tradición supera modas como en el caso de los complementos de valenciana. De seguir a raja tabla esa tendencia, ese imperativo comercial, ahora debieran estar ofertando móviles o camisetas de Cristiano Ronaldo en lugar de San Pancracios, pero entonces perdería su identidad.
Las Ollas y otros muchos comercios de su estilo están entre dos aguas, caminan por el filo de un cambio epocal en que se hunden unos barcos y reflotan otros.
En el 57 se inundó durante la riada y el sótano hizo de improvisado pozo que salvó el género y el mobiliario de la planta baja del desastre. Al día siguiente fueron a la tienda los que entonces trabajaban en ella con ánimo de achicar pero se encontraron el milagro de que el agua había desaparecido. Cosa de magia o de intervención de alguno de los miles de santos que velan el lugar, puede también que el subsuelo de Valencia, un inmenso pantano cavernoso surcado de acequias, terminara bebiéndose el agua. Al final no se perdió gran cosa, en el sótano almacenaban la paja que era utilizada como parte del embalaje, las mercancías llegaban envueltas en papel y rellenas de paja para proteger las piezas y así las entregaban también a sus clientes.
Los componentes de The Cramp se quedaron largo rato en una ocasión mirando el escaparate, el que está repleto de santos y vírgenes, no saben muy bien por qué, cosas del LSD, de la secreta devoción que profesaba el grupo en la intimidad o por inspiración estética.
El propio Berlanga quiso rodar algunas escenas de la serie Blasco Ibáñez en el local pero desistió por motivos logísticos, al parecer el techo de la trastienda era demasiado bajo y la movilidad de las cámaras de grabación muy reducida.
Un sinfín de personajes famosos han pasado por la tienda, cosa natural por otra parte pues es un lugar pintoresco y conocido, el último que recuerdan de manera más señalada fue Ricardo Darín, el actor argentino.
Emociona pensar que un establecimiento que data de 1793 ha podido mantener su actividad a pesar de invasiones, revueltas, repúblicas, guerras civiles, dictaduras, inundaciones, saqueos y crisis de todo tipo. Cualquiera pensaría que más debiera perdurar ahora que tanto nos preciamos de preservar el legado histórico y el arte pero es al contrario, es en la actualidad cuando más negro se dibuja el futuro de los comercios tradicionales similares a éste. El comercio de barrio, el familiar, cede negocio a velocidad de vértigo frente a las grandes superficies y las franquicias.
Estamos cambiando la fisonomía de nuestras ciudades. Para los nostálgicos y los defensores de un modo de vida fundado en la cercanía y el barrio la disolución en la gran masa anónima y los nuevos modelos comerciales y de consumo llevan al traste todo el sistema de relaciones humanas tal como las conocíamos.
Con el cambio de costumbres la impecable artesanía local que acumulaba el buen hacer en cada pieza se va desdibujando, la jubilación de los últimos artesanos que como arcanos se llevan su arte y su oficio consigo nos deja un poco huérfanos, el fruto de siglos de experiencia se nos escapa por el desagüe como agua de borrajas sin que podamos remediarlo. Artes y oficios que no volverán porque no tienen consumidores dispuestos a pagarlos.
Por otra parte la entrada masiva de un turismo globalizado, demandante de servicios hosteleros reconocibles y estandarizados ha ido ocupando los locales más comerciales y cambiando drásticamente la apariencia de la ciudad. El suvenir barato, industrializado, ha barrido en su mayoría el producto artesanal. El turismo busca experiencias, no objetos que llevarse a casa.
Ha cerrado recientemente una conocida perfumería muy cerca de las Ollas. Chuso me explica que si tuviera que asumir el alquiler de su local al precio que cotiza la zona el negocio sería inviable. Llegan a los 10.000 euros mensuales, algo inasumible salvo para unas pocas firmas.
Me confiesa que bien podría alquilar el negocio y evitarse quebraderos de cabeza, cerrar y punto, tendría más beneficio sin esfuerzos. Pero el legado pesa, y la responsabilidad con los empleados más.
Cuando Chuso tomó las riendas del negocio en 1997 de manos de su padre decidió contratar otra persona y repartir el beneficio para ganar en calidad de vida.
“Nos planteamos, ahora que hemos superado la crisis cerrar los sábados por la tarde, hay que tener tiempo para vivir, estar con la familia… Mi religión me prohíbe abrir el domingo”, sentencia este ateo impenitente.
Tierra Canalla