El himno oficial de la Comunidad Valenciana arranca con una herejía: «Para ofrecer nuevas glorias a España». Ingenuidad kennedyana que ya se toleraba mal antes de que el estallido de la corrupción liquidase la larga hegemonía del PP y allanase el camino a la deriva valencianista de Ximo Puig y Mónica Oltra. ¿Pero en qué consiste el ser valenciano? El tópico sociológico lo describe como un pueblo hedonista sin especial orgullo de sí, vital y conformista -el llamado meninfotisme, una suerte de grosera desidia mediterránea-, dolido por el desdén centralista y envidioso de la modernidad catalana. ¿Será cierto?
«Existe la impresión de que la lealtad a España sólo nos ha traído desgracias. El valenciano arrastra la baja autoestima de una sociedad agraria, atrasada respecto de la burguesía catalana o el poderío madrileño. El valenciano no quiere ser menos, pero experimenta un agravio comparativo: en la inversión del Estado, en el reparto presupuestario, hasta en la ausencia de ministros valencianos. Llegó el AVE, sí, pero más por necesidad de dar a Madrid una salida al mar», explica Guillermo López, profesor de Periodismo de la Universidad de Valencia. Esa frustración alimenta el sentimiento identitario, pero, a juicio de López, nunca alcanzará el punto de ebullición catalán. «No hay masa crítica: en muchos estudios Valencia rivaliza con Castilla en grado de identificación con lo español».
¿Por qué en Valencia, que fue reino y hasta cantera papal y cuenta con lengua propia, no cuajó la pulsión nacionalista? Quizá porque su territorio es demasiado heterogéneo. ¿Qué tiene que ver el norte de Castellón, en cuyos pueblos no se oye el castellano y ERC saca representación, con el sur de Alicante, donde el habla acusa un inconfundible deje murciano? ¿En qué se parece Valencia, metrópoli mestiza y portuaria, con el interior seco, casi albaceteño?
La mitad de los lectores de los libros de Ferran Torrent, escritor valencianista, se declara castellanoparlante. «Éste es un país un poco de locos, muy desvertebrado. Existe un regionalismo muy transversal, simple y complejo a la vez. Yo no traduciría por nacionalismo el recelo que existe respecto de Madrid. Al final se piden cosas concretas: financiación e infraestructuras. Mi madre, por ejemplo, era muy de derechas, pero no aceptaba una cuidadora castellanoparlante», confiesa.
Orihuela: dos Españas
Se diría que esta tierra -no diremos Levante español para no ofender- reproduce a escala la diversidad que la Constitución le reconoce a España. Si viajamos al extremo sur, a Orihuela, encontraremos a las dos Españas conviviendo en 365 kilómetros cuadrados. Empezando por el cartel a la entrada del pueblo, que alguien ha preferido rotular a mano en valencià: Oriola. Municipio de ilustre nombradía, guarda una treintena de edificios eclesiásticos. Algunos tan notables como el colegio de los jesuitas junto a la casa de Miguel Hernández, gloria autóctona, más publicitado que leído. Los versos del poeta ilustran una fachada vecina del modernísimo museo que prepara los fastos del 75 aniversario de su muerte. «Españoles que España habéis ganado, labrándola entre lluvias y entre soles».
Ecos de aquella España trae el casino de estilo andaluz, con su Nazareno y su azulejo en memoria de los «caídos por Dios y por España». O sea, los vecinos fusilados por los republicanos. Siendo un casino privado, la Ley de Memoria Histórica aquí no llega. El casinet ha sido toda una institución valenciana. «Aquí se lee la prensa, se juega al dominó, a las cartas, y se proyecta el fútbol y las corridas», enumera Pedro, que se encarga del casino desde 1967. La clientela es de su quinta. «En este pueblo antes teníamos fábricas. Ahora sólo tenemos una fábrica de curas. Y esa también anda escasa de producción», ironiza Pedro en alusión al seminario diocesano.
Pero unas calles más allá hay otra España que sale a borbotones de la boca de José, nacido en 1934, boina calada, camisa abierta, muleta al pie del banco en que reposa. «Yo reniego de ser español. Mi madre murió de gangrena. Me casé con 21, he trabajado toda mi vida en el camión. Ahorré para comprarme un piso en Torrevieja, pero a los pobres también nos han subido la contribución. Cobro 605,10 euros de pensión. Al menos Zapatero me la subió 27 euros. Yo creo que todos los curas son unos hijos de puta. A Franco no le faltan flores frescas cada mañana. Yo le pondría una bomba». Pluralismo oriolano.
Bastan dos horas de coche para cambiar el paisanaje machadiano de Orihuela por los arrozales de Sueca, donde casi nadie rotula o habla en español. Doblados sobre el humedal, el lomo renegrido bajo el sol de julio, José y Mauri arrancan las malas hierbas tocados con sombrero de paja, calzados con botas de agua y armados con hoz proletaria.
«Yo, ni Cataluña ni España. Yo soy valenciano y punto. El castellano lo sé, pero no lo hablo. Y lo sé porque pude estudiar, que aquí en el campo no hay muchos así. Yo trabajaba en una fábrica hasta que cerró con la crisis y tuve que volver a mi primer oficio, el arrozal. De aquí no he salido». José ha respondido en valenciano a preguntas en español. No se considera una víctima: trabaja ocho horas, tiene tres hijos y asegura que se puede vivir de esto.
En el casco urbano, un mural de grafiti junto a la Plaza del Mercado recuerda a tres referentes del valencianismo: Ovidi Montllor, Joan Fuster y Vicent Andrés Estellés. Pero difícilmente se encuentra a un vecino que no se reconozca español. Como mucho está Emilio, que tiene una tienda y se declara federalista.
De camino hemos pasado por Benidorm, que se presenta por tercera vez a Patrimonio de la Humanidad. Para muchos sigue siendo el epicentro de la caspa nacional y la fiebre especuladora. Para otros, un modelo de ciudad compacta que deberíamos reivindicar como ya ha hecho el prestigioso arquitecto Rem Koolhaas. Un discípulo suyo, Juan Palop, lo argumenta: «Benidorm concentra el 90% del beneficio turístico de la comunidad -tres millones de turistas al año- en el 1% de su territorio. Se toma la playa en serio. Y su apuesta por la acumulación soluciona eficazmente las necesidades de la gente mayor, y de aquellos veraneantes que buscan comodidad y acción. No hay que avergonzarse de Benidorm, ni jugar al cinismo de defenderlo a ultranza. Pero si lo comparas con Torrevieja, te das cuentas de que en Benidorm algo se hizo muy bien. Un país que apuesta por el turismo de masas no debe olvidar su mayor éxito».
Parecido respeto reclama Toni Mayor, presidente de la patronal hotelera Hosbec, con cinco establecimientos en un municipio donde todos los edificios miran al mar. «La verticalidad es más sostenible. El urbanismo en altura se extiende por el mundo», asegura. Mayor fue, además, el primer concejal del extinto Partit Nacionalista del País Valencià y no renuncia a aquella militancia. «Íbamos muy por delante. El pueblo valenciano siempre ha mirado hacia Madrid y esa impronta pesa. Ahora las cosas han cambiado mucho, aunque reclamamos mejor financiación y el Corredor Mediterráneo. Pero sigo siendo más partidario de decir País Valencià que Comunidad Autónoma Valenciana».
El estigma Calatrava
La capital del Turia es hoy una ciudad empeñada en restañar su imagen de Gomorra española. El alcalde Ribó, de Compromís, ha desplazado la jerarquía de valores urbanos: menos Calatrava y más Cabañal, el viejo barrio de pescadores que sale de la marginalidad sin terminar de precipitarse a la gentrificación. «Yo soy del Cabañal, y allí por fin ya no se habla de corrupción o delincuencia, sino de cuántos restaurantes se van abrir. Problemas de ricos», opina el politólogo Jorge Galindo, que atribuye una cierta recuperación del orgullo de ciudad al cambio político.
«Aquí, en la época dorada del PP, la burbuja sustituyó a la identidad. Se trataba de superar el complejo de inferioridad respecto de Cataluña a golpe de talonario. El problema futuro será la polarización: el mensaje de Compromís se dirigirá contra Madrid, y el del PP y Cs -cuando se rehagan- contra Cataluña. Me preocupa que se usen las identidades para enfrentar a unos valencianos contra otros», avisa Galindo.
¿Y Calatrava? Ha pasado de tótem local a tabú odioso. El símbolo de esa degeneración yace cubierto por la maleza en un descampado del barrio de Nazaret: son las enormes piezas sobrantes del Ágora. Los chavales juegan sobre su lomo de cetáceo varado por la resaca de la burbuja, y se cuelan en la vecina pista de Fórmula 1, también abandonada.
Pero Valencia ofrece otros paisajes más vivos, a pesar de su antigüedad. El Trinquete de Pelayo, catedral de la pilota valenciana, lleva desde 1868 acogiendo las grandes finales de un deporte tan endémico como la paella, aunque necesitado de subvención y patrocinios. «Antes venían señores de 60, pero últimamente entra gente joven. Por los 10 euros que vale la entrada, un sábado ves dos partidos», explica Vicente, el encargado, que anda metido en obras de remodelación.
Cerca de allí, cada martes se monta el mercadillo. Valencia es la patria chica de Mercadona, cuyo modelo se estudia en Harvard, pero también de los típicos puestos de la gitanería mercante y el soniquete verbenero: «¡Cuatro tangas cinco euros! ¡Nenas, aprovecharos!», vocea un tendero. Se venden alpargatas, bolsos de Elvis, perfumes de imitación. Lo mismo que en cualquier punta de España. A ver si no vamos a ser tan diferentes.